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SITGES 2011 crónica día 9: Decepciones y aburrimiento

   

Decepciones y aburrimiento

Noveno día de festival: Juan de los muertos; El páramo;
Apollo 18; Hellacious Acres: The Case of John Glass

Por Chema Pamundi

 

<Penúltimo día de festival, aunque en muchos aspectos sea la última jornada “activa” del certamen. Hoy por ejemplo es el último día en que se puede aprovechar la sala de visionados (allí estaré), y también es el día en que suelen concederse las últimas entrevistas y ruedas de prensa. Mañana en cambio, con el palmarés ya cerrado, no quedará más que ver las películas de clausura, las maratones y los pases in-extremis de algún título que se te haya ido quedando colgado a lo largo de la semana. Pero de eso ya hablaremos mañana.

   Hoy me vuelve a tocar sesión en el cine Retiro (para ver la muy esperada Apollo 18). Como sala de proyecciones, el Retiro es bastante deficiente. Aparte de su aspecto post-apocalíptico (se cae de viejo), sus incómodas butacas están extrañamente dispuestas de manera que cada fila tapa a todas las anteriores; o sea, que cuanto más atrás te pongas peor (de las filas de butacas torcidas mejor ni hablemos). El año pasado recuerdo que vi allí, desde la última fila, Stakeland (por cierto, estupenda peli de vampiros mezcla de Soy leyenda y La carretera), y para poder alcanzar a otear algo tuve que sentarme encima del abrigo y la mochila. En general no se entiende que el Retiro, tal como está, se mantenga como segunda sala más importante del Festival de Sitges. Le quita lustre, lo encutrece. Hace años que se habla de remozarlo o de abrir un nuevo cine en el pueblo, pero de momento esto es lo que hay (y con la crisis pegando duro, es lo que seguirá habiendo durante bastantes años, me temo).

   No obstante, para ver pelis en el Retiro como Dios manda tengo un truco que la mayoría de veces me funciona, y que voy a revelar aquí; no debiera hacerlo público porque me lo vais a copiar todos, pero allá va: hay un punto de la sala en el que nadie suele fijarse, y desde el cual se ven perfectas tanto la pantalla como la máquina de subtítulos, sin bosques de cabezas que te tapen. Son los asientos de pasillo de las dos primeras filas laterales que hay justo después del corredor central (no se entiende, ¿no? Bueno chatos, ya os haré un mapa). De nada.

 

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El cine Retiro, un cine pendiente de retiro

 

 

Juan de los muertos (Alejandro Brugués. España-Cuba, 2011)

   La mañana empieza con un título que me produce una pereza tremebunda, tanto por la cinematografía de la que proviene (Cuba), como por el subgénero al que se adscribe (la moda de las comedias de muertos vivientes: Zombies Party me pareció genial; Zombieland y Fido me entretuvieron; con Dance of the Dead y Zombis Nazis decidí que necesitaba un respiro). Sin embargo, esta simpática tontada acabará resultando lo único potable de un día que contra todo pronóstico resulta ser el más flojuno del festival.

   La pandemia zombi ha llegado a La Habana (no se nos dan muchas explicaciones al respecto, aunque como era de esperar los medios cubanos insistan en que todo es una conspiración del imperialista gobierno estadounidense). Juan, el típico vivales que sabe caer de pie en cualquier situación, decide aprovechar la coyuntura para hacer negocio, montando una empresa de exterminio de zombis que tiene como lema la frase “Juan de los muertos: matamos a sus seres queridos” (es pegadiza, ¿no?).

   Juan de los muertos es una película a la que acabas valorando más por el esfuerzo que por los resultados. Hay cierta tendencia a ser benévolo con una comedia de terror más o menos original y técnicamente correcta, surgida además de una cinematografía que no es prolija en aportaciones de género fantástico (así de memoria solo recuerdo la genial Vampiros en La Habana, de mediados de los ochenta). Pero además la película tiene “algo”, tiene carisma y tiene gracia. Sus metáforas sobre la sociedad cubana (inevitables) están en general bien urdidas y no entorpecen la narración; por suerte Juan de los muertos es una comedia de terror con algún que otro apunte sociopolítico, y no al revés (hubiera podido dar mucha vergüenza ajena).

 

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"¿Alguien más opina que Zombis Nazis es mejor que Zombies Party?"

 

   Bastante más molesto que su subtexto satírico es el constante goteo de chistes fáciles sobre “sodomitas”; entiendo que dicho humor forme parte de la cultura cubana y tal, pero ni aporta nada ni viene a cuento, y llega a resultar cansino. No, no me he vuelto políticamente correcto de repente, es una cuestión de tono: imaginemos que Bienvenidos a Zombieland estuviera trufada de chistes ridiculizando a los negros. ¿Nos rechinaría? Pues lo mismo.

   Otra pifia imperdonable de Juan de los muertos son sus numerosos fallos de continuidad (inexplicable que hayan sobrevivido a la sala de montaje): varios personajes están charlando en un descampado que parece vacío, y cuando se abre el plano vemos que los zombis los han rodeado por todas partes en un santiamén; el protagonista abre una puerta y resulta que del otro lado está lleno de muertos vivientes que se le echan encima, pero entonces hay un contraplano y vemos que la puerta era acristalada (con lo cual el tipo debería de haber visto perfectamente a los zombis). Esto, la verdad, se repite demasiadas veces en un largometraje que tiene intención de que la gente pague por ir a verlo.

   Aún así, Juan de los muertos acaba salvando los muebles merced a unas cuantas escenas dignas de formar parte de cualquier “best off” de gags cinematográficos con zombis (atentos, quienes la vean, al momentazo del arpón y la camioneta), y merced también a un personaje protagonista acertadamente convertido en figura icónica, con su remo, sus zapatillas Converse All Star y su camiseta llena de manchurrones de sangre. Yo quiero mi sudadera de Juan de los muertos

 

 

El páramo (Jaime Osorio Márquez. Argentina-Colombia-España, 2011)

   Siempre que aparece una nueva película de terror militar, uno alberga la esperanza de descubrir la próxima Aliens o la próxima Depredador. Por desgracia, demasiado a menudo lo que uno se encuentra es la próxima Deathwatch o la próxima El búnquer. Así ocurre con El páramo, quizás el ladrillo más insoportable que hayamos visto este año en el Auditori.

   Un comando de élite del ejército colombiano acude en ayuda de una base militar con la que se ha perdido todo contacto, y que se supone ha sido asaltada por fuerzas de la guerrilla. Cuando los soldados lleguen al lugar descubrirán que la base parece abandonada, y que por todas partes hay crucifijos, patas de pollo e inscripciones de protección contra el demonio. Está claro que lo que ha ocurrido allí no es nada bueno. Pero lo que está por venir aún será peor…

 

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"Al menos nuestros soldados no tienen las orejotas que lucía el Billy Elliot en Deathwatch"

 

   Sí, la verdad es que pintaba bien, ¿no? Como un cruce entre REC. y Black Hawk derribado (joder, ahí está el germen de un PELICULÓN esperando a que alguien lo filme). ¿Entonces, cómo puede El páramo cagarla tanto? Pues para empezar, por culpa de una realización tediosa que abusa de los primeros planos (nos pasamos buena parte de la peli mirando nucas de soldados). También por culpa de la banda sonora, utilizada demasiadas veces de forma equívoca para generar tensión, en escenas en las que acaba por no ocurrir nada en absoluto (un simple plano fijo de la cara de un soldado). Y sobre todo por un guión bastante hueco, una especie de crescendo que sube, y sube, y sigue subiendo sin llegar a desembocar en un desenlace particularmente revelador ni satisfactorio.

   A nivel técnico El páramo está muy bien realizada, pero estira como un chicle la resistencia del espectador, alargando hasta lo indecible la duda respecto a si los sucesos que tienen lugar se deben a la presencia real de un enemigo exterior, a algún fenómeno paranormal o a la simple histeria colectiva; y para cuando por fin obtienes respuesta te la trae al pairo, porque ya estás hastiado de ver cogotes, planos borrosos de la campiña colombiana y diálogos inanes proferidos a grito pelado (“¡Mi sargentooo! ¡Venga aquí mi sargentooo! Mi sargentooooo!” así durante hora y cuarenta minutos). Un páramo cinematográfico.

 

 

Apollo 18 (Gonzalo López-Gallego. E.U.A., 2011)

   Entro en el Retiro tras casi tres cuartos de hora de cola (aquí no hay entrada exclusiva para la prensa), y me siento en mi butaca fetiche (ya sabéis: lateral, junto al pasillo del centro) para ver Apollo 18, uno de los dos o tres títulos estrictamente de género más esperados de todo el Festival. Viene precedido por una agresiva campaña de márqueting viral en internet y por buenos resultados en la taquilla americana, pero también por unas críticas despiadadas que incluso han dificultado su exportación a otros países (el director Gonzalo López-Gallego comentaba el otro día que aún no tiene quien se la distribuya en España, y que a su paso por Sitges nadie había demostrado interés al respecto).

   La premisa argumental del filme es que la NASA no canceló en su día la misión Apollo XVIII, sino que la lanzó en secreto a principios de los años 70. La expedición acabó en drama (ese drama es lo que relata el filme), y nunca se hizo pública su existencia. Apollo 18 está rodada con el sempiterno estilo de falso documental (ya, otro), a partir de más de 80 horas de grabación del interior del módulo lunar y de las cámaras dispuestas en el exterior por los astronautas. Se supone que alguien ha robado a la NASA dichas grabaciones y las ha colgado en internet.

   Apollo 18 pretende ser una cinta de terror lunar con muy pocos elementos. Alguno más no le habría venido mal, porque durante demasiado rato la película es un aburrido ejercicio de reproducción documental, con dos personajes filmados por una especie de ojo de buey mientras hacen cosas que apenas vemos (menos mal que nos las van explicando), o que suceden directamente fuera de pantalla (un ruidito, seguido por un astronauta girándose y diciendo alguna variante de la frase “¿Oh Dios, qué ha sido eso?”).

   En muchas ocasiones se ha comentado que el formato de falso documental está más que manido (yo mismo creo que es la tercera vez que lo digo en estas crónicas de Sitges 2011), pero en el caso de Apollo 18 no es solo eso, sino que supone un verdadero lastre para el desarrollo dramático de la acción.

 

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"¡Prometo no volver a decir que Tommy Lee Jones era demasiado joven para Space Cowboys!"

 

   Lejos de crear empatía y sensación de claustrofobia, la sucesión de planos fijos asépticos e impersonales y el supuesto tono hiper-realista establecen distancia con el espectador y matan por completo el suspense. Es como ver en el telediario un atraco filmado por la cámara de seguridad de una tienda. Apollo 18 es sosa, gélida y destensada. Y en este formato de falso documental de terror, en el que ni la trama ni las interpretaciones ni los diálogos suelen ser lo más importante (se utilizan como herramientas meramente ilustrativas), si no eres capaz de dar miedo te quedas sin nada entre las manos. Filmada de manera convencional, Apollo 18 habría mejorado de forma ostensible.

   Aún así, es que a nivel argumental tampoco hay por donde agarrarla. En primer lugar, la premisa de las “filmaciones recuperadas” (que es la que sostiene todo el armazón de la historia) se basa en un socavón de guión insalvable: ¿cómo coño se va a haber recuperado filmación alguna, si según nos explica la propia película nunca se ha vuelto a enviar ninguna otra misión a la Luna? No solo eso, sino que quienes supuestamente robaron a la NASA esas imágenes (y las subieron a internet, rollo Wikileaks), debían de ser unos cachondos mentales, pues en vez de ofrecerlas sin editar y de la forma más explícita posible (al fin y al cabo lo que quieren es sacar la verdad a la luz, ¿no?), las han montado como un thriller de terror, incluyendo hasta cortes de plano en las escenas clave para mantener el suspense. Es que es de chiste, vamos.

   Además de eso, tenemos el habitual santo y seña de todo guión deficiente: las cosas en Apollo 18 no suceden cuando sería coherente que ocurrieran, sino cuando al guión le conviene (según la lógica los dos astronautas tendrían que estar muertos a la media hora). Esta es una tendencia que va empeorando a medida que la historia se desarrolla, hasta llegar a un final que alcanza el culmen de lo chorra. El guionista Brian Miller se dedica a romper una y otra vez las reglas narrativas que él mismo ha ido estableciendo antes (total para lograr arrancar algún sustito o una escena efectista), con lo cual la película acaba perdiendo toda credibilidad. Aburrida, estúpida en grado sumo y muy poco imaginativa, Apollo 18 se estrella sin haber llegado nunca a despegar.

 

 

Hellacious Acres: The Case of John Glass (Pat Tremblay. Canadá, 2011)

   Para completar el día, mi último título de este año en la sala de visionados. He tenido que elegirlo rápido porque iba con el tiempo justo (eran las seis de la tarde, y la sala cierra sobre las ocho), y la he cagado bien, para qué negarlo. Me he decantado por Hellacious Acres: The Case of John Glass, de la que en su día me hiciera gracia el tráiler. Y precisamente ahí, en el tráiler, es donde debería de haberme quedado. Al parecer, incluso su propio director (Pat Tremblay) reconoció en la premiere americana del film que con Hellacious Acres: The Case of John Glass había intentado de manera consciente hacer una peli de ciencia-ficción larga, lenta y dolorosa de ver para la audiencia. Pues sí, vive Dios que lo ha conseguido. Ahora bien, ¿hemos de aplaudirle por ello? ¡Anda y que le zurzan!

   El protagonista de Hellacious Acres… es un tipo que se despierta de la hibernación en un planeta Tierra que, mientras él estaba durmiendo, ha sufrido una tercera guerra mundial, una pandemia vírica y una invasión alienígena (di que sí, qué coño… ¿Para qué meterle a la historia un apocalipsis cuando puedes meterle TRES?). Una grabación le informa de todo ello, tras lo cual le encarga la misión de restablecer el orden en el planeta y salvar lo que quede de la humanidad…

 

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"Joder, ¡parezco Jack Black en Rebobine por favor!"

 

   Si Hellacious Acres: The Case of John Glass durase 70 minutos (y estoy siendo generoso), podría ser una deliciosa rareza de serie Z, una peli de culto en la línea de Kárate a muerte en Torremolinos o Mal Gusto. Sin embargo, sus casi dos horas de candela la convierten en una insufrible tortura china. Sobre todo porque la mayor parte de la acción consiste en planos fijos del protagonista andando de un lado a otro por el campo, mientras su voz en off nos sermonea con los detalles de su misión, sus reflexiones sobre el infierno radiactivo que le rodea, el hambre y la sed que tiene, lo mal que se encuentra de la tripa, y demás temas de gran interés. Por supuesto que la película no son solo esas escenas: también veremos a nuestro héroe dormir, comer, vomitar y cagar; y de vez en cuando, para añadir variedad (aunque sin exagerar, no sea que algún espectador empiece a divertirse), intercambiará disparos con algún alienígena.

   ¿Qué razones podrían justificar el visionado de una insufrible parida como Hellacious Acres: The Case of John Glass? Bueno, no se le puede negar cierto desparpajo, un sentido del humor bastante underground y una puesta en escena brillante dentro de su cutrez (son geniales los trajes y las armas, hechos con tubos de plástico y chatarras varias, o los menús estilo ZX Spectrum del panel de control que lleva el prota en el brazo). Si con eso te basta, tira millas. Eso sí, dándole al botón de fast-forward de tu DVD cada dos por tres. Tengo la cabeza como un timbal…/>

 

 

¿Desea saber más?


   

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1 Respuesta

  1. Anónimo
    Super Ñoño<br />De acuerdo con lo de Apollo 18. Menudo bluff... También de acuerdo con lo del Retiro, aunque el Prado es todavía peor.

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