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300 artículo: Qué grande es ser facha

Orgasmo visual

   Más allá de sus significados y sus supuestas ínfulas propagandísticas (en la revista Fotogramas llegaron a catalogar a la película como “cine de guerra santa”; otra meada fuera de tiesto), lo que no hace 300 es engañar a su audiencia: promete un festival de la testosterona, una representación explícita de la batalla más espectacular jamás filmada, y una orgía del departamento de FX, y durante dos horas cumple sus objetivos con creces (quien se metiese a ver 300 esperando otra cosa, es que no entendió el tráiler). Como espectáculo, 300 es igual de simple que un castillo de fuegos artificiales, y más garrula que un lanzazo en el pecho, pero consigue convertir estas dos características en bazas a su favor, al utilizar la hipérbole, la ida de olla, como principal motor narrativo.

   De hecho, si la película se encalla en algún momento, es precisamente cuando intenta asumirse a sí misma como algo más, y busca las comparaciones con obras de ambición decididamente superior como Espartaco o Lawrence de Arabia: toda la intriga política de fondo protagonizada por Gorgo, la esposa de Leónidas, es un añadido que no aparecía en el cómic (ni puñetera falta que hacía) y que, aunque se entiende desde un punto de vista estructural y de equilibrio (una película suele ser más exigente que un tebeo, aunque sólo sea por ir dirigida a un público menos especializado, y que por lo tanto tiene menos tragaderas), queda forzada y epidérmica, y no logra aportar nada sustancial a la historia. Ahora bien, mientras 300 se mantiene en los márgenes del puro espectáculo visual, es despampanante.

 

Leónidas, el macho alfa

Leónidas, el macho alfa

 

   No es sólo que 300 resulte una adaptación morfológicamente perfecta del tebeo de Frank Miller (hasta las gotas de sangre que flotan por la pantalla son “puro Miller”), sino que resulta una adaptación morfológicamente perfecta del propio lenguaje secuencial del cómic. Zack Snyder ha sabido capturar su esencia con mucha más viveza y dinamismo de lo que lo hacía, por ejemplo, Robert Rodriguez en Sin City (película que, con todos sus hallazgos visuales, a ratos caía en la mera representación de estampas estáticas; muy bonitas, pero muy poco cinematográficas). En especial, Snyder acierta en la utilización de un recurso que hoy en día muy pocos directores saben manejar sin caer en lo hortera: las cámaras lentas. Los guerreros espartanos que quedan de pronto congelados en medio del espacio y el tiempo antes de descargar un golpe (un truco que ya popularizaron los Wachowsky en Matrix), transmiten al espectador la misma sensación de “tiempo suspendido” que uno tiene cuando está leyendo un tebeo, y se detiene a saborear una viñeta en particular.

   Evidentemente, cuando la hoja de ruta de una película es la hipérbole y el triple salto mortal perpetuo, es inevitable derrapar en algunas curvas del camino. Así, entre las (pocas) notas negativas de 300 está la banda sonora (no porque sea mala, sino porque en algunas escenas resulta demasiado intrusiva), o la saturación que puede llegar a provocar el simple hecho de apilar una escena de acción encima de otra, repitiendo la misma fórmula constantemente (máxime cuando el primer enfrentamiento contra los persas es de largo el más epatante de la película). Aparte del asombroso empaque visual de 300, el resto de los elementos que componen la cinta funcionan con sobrada eficacia. El guión, aunque sencillo, está bien escrito, y ofrece unos cimientos lo bastante sólidos sobre los que edificar dos horas de masacre y escapismo que te hacen salir del cine habiendo desarrollado colmillos (éste es sin duda el tipo de película capaz de formar a toda una nueva generación de frikis).

   Los actores, con un imponente Gerard Butler al frente (tal vez sin los matices interpretativos del Rusell Crowe de Gladiator, pero con su misma actitud de “macho Alfa”), salen airosos en su cometido de dar vida a iconos históricos esculpidos en mármol, encadenando frases lapidarias que en manos de un mal guionista podrían resultar hasta cómicas (en 300, dos de cada tres sentencias contienen la palabra “Esparta”), pero que en este caso consiguen la dignidad, incluso me atrevería a decir que la grandeza, de un texto clásico. Con una vuelta más de tuerca, todo el conjunto correría el riesgo de caer en la autoparodia, pero por suerte 300 tiene la suficiente inteligencia como para no tomarse a sí misma demasiado en serio. Porque en buena parte de su metraje, la peripecia del Rey Leónidas y sus 299 colegas no parece otra cosa que el típico elogio de la camaradería masculina, de las cosas divertidas que hacemos los tíos cuando nos juntamos con los tíos, y que las tías jamas han logrado entender del todo (ya se sabe, dales una pelota a diez tíos que no se conocen de nada y montarán un partido de fútbol; dales lanzas y escudos a 300 espartanos y montarán la batalla de las Termópilas).

 

Fantasía histórica

   Por si quedase alguna duda sobre la validez de la propuesta de 300, lo que la redime definitivamente como cine facha y también como cine histórico es que no pretende ser una visión objetiva y equidistante, no intenta sentar cátedra. Es, sencillamente, la puesta en imágenes del relato contado por Dilios (el único espartano que sobrevive a la fiesta), al calor de una fogata la noche antes de otra batalla (la de Platea, en la que los griegos derrotaron de forma definitiva a Jerjes y expulsaron a los persas).

 

... y Jerjes, el filogay

... y Jerjes, el filogay

 

   Es decir, Dilios, con la habilidad propia de todo narrador de historias, está dando su propia versión de los hechos, una versión sesgada, deformada y pasada de vueltas hasta convertirla en una fábula moral y una arenga para las tropas griegas: de ahí esos persas convertidos en monstruos de feria (una de las convenciones de cualquier relato épico es despersonalizar al oponente, rebajarlo al nivel de horda), el Jerjes de aspecto desviado y filogay (frente al macho-power y la rectitud espartana), las exageraciones sobre el tamaño del ejército persa (en la película son más de un millón de hombres, cuando los historiadores modernos hablan de apenas 200.000), la utilización de bestias míticas (rinocerontes gigantes, tipos con sierras en vez de brazos, criaturas con cabeza de cabra), o el hecho mismo de que Dilios se refiera a sus compañeros como “los 300” a lo largo de toda la narración, aún cuando ya han empezado a sufrir bajas (dándoles por tanto una componente mítica adicional: siguen siendo 300 a pesar de las bajas porque en realidad funcionan como un solo hombre, son una mera extensión de la voluntad de su rey Leónidas).

   Así, aunque 300 pueda ser acusada de ideológicamente rancia, y de desvirtuar la historia por añadirle morcillas propias del género fantástico, lo cierto es que probablemente captura la mentalidad espartana (que tampoco sale muy bien parada; los espartanos serán los héroes de la función, pero si algo queda claro es que no andaban muy bien de la cabeza) mucho mejor que la mayoría de películas que se han rodado hasta la fecha. Al fin y al cabo, lo que está haciendo Dilios es narrar la epopeya de las Termópilas como el enésimo choque de trenes entre lo apolíneo (lo armonioso, lo equilibrado, lo racional), y lo dionisíaco (lo primario, lo deforme, lo incontrolado; en definitiva, lo freak). ¿Hay un conflicto más “genuinamente griego” que ése?/>

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